Llego a la cocina comunitaria y de nuevo se han comido mi helado, estoy harta y refunfuñando decido poner una nota en la nevera para que quede constancia de mi cabreo.
Desde mi tumbona me veo con el resto de gente del campamento; risas, miradas al horizonte y una línea rota por grandes rocas que bien podrían ser islas. Entonces entre dos de ellas a la izquierda se empieza a colar un iceberg, como si de repente se hubiera convertido en un glaciar, pero ahí se quedó, ahí se quedó y respiro profundamente mientras la brisa juega con mis rizos incipientes. La gente juega a cartas, ríe, lee, corre, se acaricia y se besa. Entonces a la derecha aparece de nuevo un majestuoso glaciar que avanza terriblemente rápido con placas de hielo devoradoras y cada vez más cercanas al pacífico campamento. Saltan las alarmas y todos debemos recoger nuestras cosas, lo que nos quepa en las manos, no da tiempo para más. Los de las casas más cercanas a la playa deben correr, su tiempo ya se extingue y nosotros corremos para no malgastar el que disponemos. Llego la primera a mi habitación y compruebo que como siempre ya tenía la mochila hecha, en lugares inhóspitos uno debe estar preparado para todo. Así que mientras el resto de mis compañeros se pelean con su ropa yo intento mantener la calma al darme cuenta que no podré cargar con aquellas estanterías repletas de lectura, música y recuerdos trasladados desde hace casi diez años, aun más cuando giro mi mirada y veo alguna que otra caja que no llegué a deshacer el día de mi llegada, ya no recuerdo cuando fue. Entonces me asaltan las dudas de qué llevar conmigo y qué sacrificar en el violento choque helado. Te busco para pedirte ayuda, no estás entre el resto de mis compañeros de habitación. Me llevo la música de Nou Romancer y Jorge Drexler, de eso no hay duda, pero qué debo hacer con lo demás. Necesito tu ayuda para decidir pero no estás y salgo desesperadamente a buscarte. Pasillos, escaleras, habitaciones, no doy contigo y a la vuelta horrorizada me doy cuenta que algún espabilado ya ha pasado por mi librería y se ha llevado gran parte de los libros. Me indigna y salgo al exterior mientras las radios rezan la gran catástrofe del glaciar sobre la isla. La gente se empieza a ir despavorida en sus coches y mientras otros tantos se encuentran organizando libros en las mesas del merendero. Sin pensarlo salgo corriendo a recriminarles por sus botines y después de soltar toda la caballería me doy cuenta que no se trata de mis libros.
Ya no sé qué hacer. Tantos traslados, tantas cosas, tantos recuerdos... y por primera vez sobrevuela sobre mi cabeza la idea de que todo esto puede ser una oportunidad para dejar lastre y que de ahora en adelante todo sea menos pesado, más llevadero, más fácil...
ADLH, 31.VII.10