Leía libros para ver películas, si ese pudiera ser el orden lógico de las cosas. Pero para su desgracia solía ser al revés. Al fin y al cabo, ver películas requería unas dos horas de esfuerzo en reposo, mientras que leer un libro le llevaba días, muchos días. Entonces veía películas, muchas películas, y esperaba hasta la última línea de los créditos para descubrir si estaba basada en alguna novela. Si era el caso, se hacía con el libro original e iba leyendo página a página. Era como quién está viendo la repetición de un penalti y a cada segundo aún conserva la inútil esperanza que el portero logrará parar el balón. De todas maneras, en este caso todo era mucho más factible, mucho más. De hecho, cuántas películas son exactas al libro y cuántos libros son exactos a la película, podría haberse apostado su vida a que ninguno cumplía esa afirmación. Entonces, página tras página, leía y recordaba la película en paralelo. Pensaba en que la siguiente escena aparecería en el siguiente capítulo y por suerte cada nueva página enriquecía todo lo que el fotograma había reducido a la mínima expresión. Es así como la tensión cinematográfica de tan solo un minuto le llevó a una llorera de treinta páginas.
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